UN NO DEMOCRATICO, SOCIAL Y ETICO (Carlos Javier Galán)
UN NO DEMOCRÁTICO, SOCIAL Y ÉTICO (Carlos J. Galán)
El texto que, entre el general desconocimiento y una visible apatía ciudadana, se somete el domingo a referéndum un tratado internacional al que, por estrategia política, los euroburócratas han decidido denominar Constitución, va a merecer nuestro voto negativo. Por motivos éticos y políticos, por sentido democrático y por sentido social.
La llamada Constitución europea, prescindiendo de los brindis al sol, no deja ningún resquicio abierto, efectivo, real, a la democracia participativa. La primera democracia históricamente fue la democracia directa, mientras que las democracias formales que actualmente conocemos meramente representativas y de partidos nacieron, entre otros motivos, para dar solución a los problemas de una elevada población. Pero las nuevas tecnologías y una serie de realidades sociales emergentes facilitarán la demanda de una nueva democracia, la democracia del mañana. Los redactores del tratado han pensado más en blindar el negocio de los políticos actuales que en dejar puertas abiertas a una Europa del futuro donde los ciudadanos pudiéramos ver reconocida nuestra mayoría de edad política y en la que no siempre necesitemos tutores e intermediarios interesados.
Pero no sólo resulta que la Constitución europea no ha previsto ningún horizonte ambicioso, de más y mejor democracia. Es que ni siquiera ha trasladado a las instituciones comunitarias el limitadísimo esquema de los modelos nacionales. El parlamento europeo carecerá de iniciativa legislativa propia. El Consejo órgano no elegido democráticamente por los ciudadanos colegislará. En un debate reciente público, el representante socialista me recordaba que hasta ahora era aún peor, que el parlamento aumenta levemente su capacidad con este tratado. Ciertamente es así, pero no debemos conformarnos y, como es la primera vez que se dignan preguntarnos, no podemos avalar semejante modelo y entregar un cheque en blanco para que se siga haciendo política de espaldas a los ciudadanos.
La Constitución europea regula con detalle hasta el aburrimiento a lo largo de centenares de artículos todos los aspectos que interesan a los poderes económicos del continente, todo lo relacionado con lo que suele denominarse con ese eufemismo de libre mercado: la política monetaria, la política aduanera, la circulación de mercancías, la circulación de capitales, el establecimiento de empresas, el mundo financiero... Se eleva a rango constitucional una visión económicamente neoliberal, que prima por encima de las legislaciones nacionales, condicionadas por este imperativo mercantilista. Sin embargo, cuando se abordan los derechos sociales, no se pasa de la más pura generalidad y, además, expresamente se subordina a la diversidad de prácticas nacionales y a la necesidad de mantener la competitividad de la economía de la Unión. Seguirá habiendo un mercado único, pero no habrá un espacio social europeo.
El tratado no proclama el derecho a un trabajo digno al menos como desideratum, sino que se refiere al derecho a trabajar y a la libertad para buscar un empleo. No proclama la igualdad de mujer y hombre como un principio, sino como un objetivo que deberá garantizarse. No se impone un modelo de seguridad social público, sino una vaga posibilidad de acceso a prestaciones, que podrán ser privadas. No hay un inequívoco derecho universal a la salud que haya de ser garantizado por los poderes públicos, sino el ambiguo derecho a acceder a la prevención sanitaria. La nueva norma de la UE no considera que el pleno empleo sea un objetivo social, pensando en las personas, sino que adopta una visión puramente instrumental, cuyo objetivo es conseguir mano de obra cualificada, formada, adaptable para las empresas... Para qué seguir. Hasta los más moderados socialdemócratas deberían sonrojarse anta tan indisimulada exhibición de economicismo sin la más elemental sensibilidad social.
No hay que tener miedo a apostar por el voto negativo, a pesar del bombardeo mediático. Hace algunos meses, en una tertulia en torno a la Constitución europea en Madrid, manifestaba que la situación propagandística, el europeísmo acomplejado tan en boga, me recordaba enormemente a ese cuento de Andersen titulado El traje nuevo del Emperador (basado, por cierto, en el relato medieval de Los hacedores de paño de nuestro don Juan Manuel, porque España ya era Europa hace muchos siglos). El monarca se paseaba desnudo entre las multitudes, embaucado por unos pícaros. Le habían hecho creer que le habían confeccionado un traje mágico que sólo los tontos no veían. Nadie se atrevía a pasar por tonto y todo el mundo se deshacía en elogios hacia el inexistente traje, excepto un niño que destapó la evidencia: el rey va desnudo. Nos proponen una Constitución donde todo el que no ve sus maravillas, sus potencialidades, sus ventajas, es un antieuropeo y un retrógrado. Pero quizá tengamos que ser como ese niño aguafiestas y atrevernos a correr el riesgo de decir que el contenido de esta concreta Constitución es realmente infumable y que nos merecemos otra Europa diferente. A pesar de las advertencias apocalípticas del Gobierno, créannos: si saliera el no, no pasaría nada malo. Ni España quedaría fuera de Europa ni la Unión Europea se desintegraría. No perderían España ni Europa, como insistentemente asegura el Presidente del Gobierno. Perdería él una apuesta política pero, la verdad, la suerte de Rodríguez Zapatero no nos quita mucho el sueño. Y recibiría una llamada de atención la clase política de Bruselas por parte de los ciudadanos, pero eso, lejos de ser algo negativo, es, en este momento, una medida de elemental higiene política.
No son éstas, ni mucho menos, todas las causas para el no. Existe un amplio catálogo. Pero las aquí apuntadas pueden bastar para que el domingo apostemos por otro modelo de Europa. Una Europa de los ciudadanos y no sólo de los europolíticos. Una Europa unida en torno a valores y no sólo a intereses económicos. La Europa de las personas.
Carlos Javier Galán es concejal de Falange Auténtica
El texto que, entre el general desconocimiento y una visible apatía ciudadana, se somete el domingo a referéndum un tratado internacional al que, por estrategia política, los euroburócratas han decidido denominar Constitución, va a merecer nuestro voto negativo. Por motivos éticos y políticos, por sentido democrático y por sentido social.
La llamada Constitución europea, prescindiendo de los brindis al sol, no deja ningún resquicio abierto, efectivo, real, a la democracia participativa. La primera democracia históricamente fue la democracia directa, mientras que las democracias formales que actualmente conocemos meramente representativas y de partidos nacieron, entre otros motivos, para dar solución a los problemas de una elevada población. Pero las nuevas tecnologías y una serie de realidades sociales emergentes facilitarán la demanda de una nueva democracia, la democracia del mañana. Los redactores del tratado han pensado más en blindar el negocio de los políticos actuales que en dejar puertas abiertas a una Europa del futuro donde los ciudadanos pudiéramos ver reconocida nuestra mayoría de edad política y en la que no siempre necesitemos tutores e intermediarios interesados.
Pero no sólo resulta que la Constitución europea no ha previsto ningún horizonte ambicioso, de más y mejor democracia. Es que ni siquiera ha trasladado a las instituciones comunitarias el limitadísimo esquema de los modelos nacionales. El parlamento europeo carecerá de iniciativa legislativa propia. El Consejo órgano no elegido democráticamente por los ciudadanos colegislará. En un debate reciente público, el representante socialista me recordaba que hasta ahora era aún peor, que el parlamento aumenta levemente su capacidad con este tratado. Ciertamente es así, pero no debemos conformarnos y, como es la primera vez que se dignan preguntarnos, no podemos avalar semejante modelo y entregar un cheque en blanco para que se siga haciendo política de espaldas a los ciudadanos.
La Constitución europea regula con detalle hasta el aburrimiento a lo largo de centenares de artículos todos los aspectos que interesan a los poderes económicos del continente, todo lo relacionado con lo que suele denominarse con ese eufemismo de libre mercado: la política monetaria, la política aduanera, la circulación de mercancías, la circulación de capitales, el establecimiento de empresas, el mundo financiero... Se eleva a rango constitucional una visión económicamente neoliberal, que prima por encima de las legislaciones nacionales, condicionadas por este imperativo mercantilista. Sin embargo, cuando se abordan los derechos sociales, no se pasa de la más pura generalidad y, además, expresamente se subordina a la diversidad de prácticas nacionales y a la necesidad de mantener la competitividad de la economía de la Unión. Seguirá habiendo un mercado único, pero no habrá un espacio social europeo.
El tratado no proclama el derecho a un trabajo digno al menos como desideratum, sino que se refiere al derecho a trabajar y a la libertad para buscar un empleo. No proclama la igualdad de mujer y hombre como un principio, sino como un objetivo que deberá garantizarse. No se impone un modelo de seguridad social público, sino una vaga posibilidad de acceso a prestaciones, que podrán ser privadas. No hay un inequívoco derecho universal a la salud que haya de ser garantizado por los poderes públicos, sino el ambiguo derecho a acceder a la prevención sanitaria. La nueva norma de la UE no considera que el pleno empleo sea un objetivo social, pensando en las personas, sino que adopta una visión puramente instrumental, cuyo objetivo es conseguir mano de obra cualificada, formada, adaptable para las empresas... Para qué seguir. Hasta los más moderados socialdemócratas deberían sonrojarse anta tan indisimulada exhibición de economicismo sin la más elemental sensibilidad social.
No hay que tener miedo a apostar por el voto negativo, a pesar del bombardeo mediático. Hace algunos meses, en una tertulia en torno a la Constitución europea en Madrid, manifestaba que la situación propagandística, el europeísmo acomplejado tan en boga, me recordaba enormemente a ese cuento de Andersen titulado El traje nuevo del Emperador (basado, por cierto, en el relato medieval de Los hacedores de paño de nuestro don Juan Manuel, porque España ya era Europa hace muchos siglos). El monarca se paseaba desnudo entre las multitudes, embaucado por unos pícaros. Le habían hecho creer que le habían confeccionado un traje mágico que sólo los tontos no veían. Nadie se atrevía a pasar por tonto y todo el mundo se deshacía en elogios hacia el inexistente traje, excepto un niño que destapó la evidencia: el rey va desnudo. Nos proponen una Constitución donde todo el que no ve sus maravillas, sus potencialidades, sus ventajas, es un antieuropeo y un retrógrado. Pero quizá tengamos que ser como ese niño aguafiestas y atrevernos a correr el riesgo de decir que el contenido de esta concreta Constitución es realmente infumable y que nos merecemos otra Europa diferente. A pesar de las advertencias apocalípticas del Gobierno, créannos: si saliera el no, no pasaría nada malo. Ni España quedaría fuera de Europa ni la Unión Europea se desintegraría. No perderían España ni Europa, como insistentemente asegura el Presidente del Gobierno. Perdería él una apuesta política pero, la verdad, la suerte de Rodríguez Zapatero no nos quita mucho el sueño. Y recibiría una llamada de atención la clase política de Bruselas por parte de los ciudadanos, pero eso, lejos de ser algo negativo, es, en este momento, una medida de elemental higiene política.
No son éstas, ni mucho menos, todas las causas para el no. Existe un amplio catálogo. Pero las aquí apuntadas pueden bastar para que el domingo apostemos por otro modelo de Europa. Una Europa de los ciudadanos y no sólo de los europolíticos. Una Europa unida en torno a valores y no sólo a intereses económicos. La Europa de las personas.
Carlos Javier Galán es concejal de Falange Auténtica
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