EDITORIAL: Una oportunidad para opinar
EDITORIAL: Una oportunidad para opinar
En su Barómetro de Enero, el CIS ha publicado la última encuesta oficial sobre el referéndum del próximo día 20 de febrero, arrojando unos datos sobre los que se ha aplicado la conveniente sordina. Y es que el nivel de conocimiento en torno al Tratado por el que se establece una Constitución para Europa [TCE] es insuficientemente conocido: hasta un 909 por ciento de los encuestados manifiesta tener un conocimiento insuficiente de su contenido, de los cuales un tercio reconoce su ignorancia más absoluta. Achacan la responsabilidad de esta ignorancia fundamentalmente al Gobierno y a los partidos políticos, aunque una gran parte reconoce su particular desinterés por el asunto. Con estos datos en la mano, se confirma la máxima según la cual los referéndum se convocan para ganarlos porque un 51 por ciento de los encuestados mágica cifra se inclina por votar afirmativamente, suponemos que siguiendo el contundente razonamiento de Los del Río y Los Morancos, prototipos de intelectualidad popular. Mientras, apenas un 57 por ciento tendría, según estos datos, decidido su voto contrario al TCE. A simple vista, parece que todo el pescado está vendido; pero no es así. Junto a quienes tienen previsto abstenerse y votar en blanco, más de un tercio no parece haber decidido a estas alturas otorgar su voto para alguna de las dos opciones lógicamente computables.
Podríamos hablar de evidente fracaso de la campaña institucional destinada a fomentar la participación en la consulta si dicha campaña hubiese existido. Pero no ha sido así, puesto que los millones invertidos por el Gobierno han sido tendenciosamente empleados para inclinar el fiel de la balanza hacia el voto afirmativo. La información no ha sido precisamente abundante ni convenientemente articulada, algo sumamente necesario dada la apatía popular hacia la cuestión planteada, salvo que el propósito de las autoridades fuera pasar por el trámite como sobre ascuas.
Pese a ello, la falacia nominal del texto sobre el que se nos consulta se ha hecho pública inmediatamente. Lo que es meramente un Tratado internacional se presenta ante el cuerpo electoral como una Constitución que, si fuera tal, adolecería de graves defectos. La decisión de la clase política se ha antepuesto a la opinión del sujeto constituyente, que desde el punto de vista demoliberal el supuesto punto de vista del propio TCE no es otro que el pueblo, cuya voluntad política ha sido supuestamente interpretada por una Convención y, en último término, las autoridades gubernamentales de cada uno de los Estados afectados. De esta manera, un instrumento diseñado conforme a los parámetros precisos para regular las relaciones interestatales se convertirá en el marco político-jurídico de las relaciones sociales que todos los europeos nos habremos dado a nosotros mismos, recayendo sobre los ciudadanos la suprema responsabilidad sin comerlo ni beberlo.
Si el sujeto histórico será, pese a todo, responsable de cuanto ocurre en la futura articulación de Europa, no cabe que los individuos actúen como si esta guerra no fuera con ellos. Entre quienes aún no han decidido su participación o no en la consulta del próximo domingo, un exiguo 33 por ciento lo justifica con el castigo al Gobierno, acaso tratando de hacerle pagar las ruedas de molino con las que nos pretende hacer comulgar con laica lógica día a día; su propia debilidad manifiesta lo inapropiado de la oportunidad. Más preocupante es, sin duda alguna, el 427 por ciento que argumenta falta de interés, porque a estas alturas resulta muy difícil excitar la curiosidad por un proceso político de tamaña trascendencia. Pese a ello, cabe aún apelar a la responsabilidad individual en esta empresa colectiva. Difícilmente tendrá derecho a protestar quien no haya mostrado interés, quien haya dejado las decisiones en manos de otros. La abulia del que se deja arrastrar por la corriente le aboca a perecer.
Sorprendentemente, entre quienes aún no tienen decidido si acudirán a los colegios electorales dentro de unas horas los hay que se muestran en desacuerdo con el TCE. ¿Cuál es el problema, entonces? Normalmente, quien no está de acuerdo con lo que se le propone, se opone, al menos por aquello de que quien calla, otorga. El temor a las consecuencias de un triunfo de la opción contraria al TCE atenaza a estos votantes, incapaces de asumir su responsabilidad por el pavor que en sus conciencias han inoculado la eurocracia y demás artífices del Sistema. El miedo es libre, pero no nos exime de cumplir con nuestras obligaciones. Aún es tiempo de sopesar pros y contras, hasta el momento mismo de introducir el sobre en la urna. Y si lo que se nos ofrece no nos satisface suficientemente, ¿a cuento de qué aceptarlo?
La carencia de información sobre el TCE y las consecuencias del referéndum es el otro gran argumento de quienes todavía se plantean permanecer ociosamente en sus casas el día 20. Más allá de la responsabilidad que al respecto compete a autoridades y políticos, cada uno de los convocados para expresar su conformidad o discrepancia con el TCE deberíamos hacer un último esfuerzo para obtener argumentos sobre los que basar su última decisión. Exponemos esta exigencia con toda la contundencia de la que somos capaces como conciudadanos; pero al mismo tiempo, conscientes de nuestro papel, aportamos aquello de que disponemos para que el empeño no resulte excesivamente gravoso. En este mismo sitio puede consultar el lector desde hace ya tiempo el texto del TCE, recogiendo en este número especial de LND los autorizados criterios de representantes de distintas posiciones ante la consulta del próximo día 20 de febrero. Recopilaciones y resúmenes más amplios ya han publicado otros medios. Sea ésta nuestra una última intervención de urgencia para que ninguno de nuestros lectores se quede sin manifestar su opinión el domingo.