A PESAR DE ELLOS... SI A EUROPA (Juan Antonio Aguilar)
A PESAR DE ELLOS
SÍ A EUROPA (Juan A. Aguilar)
El próximo día 20 de febrero los españoles acudirán a refrendar el Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa (TCE). Durante estos meses previos de debate, la principal dificultad ha sido poder centrar la cuestión dentro de coordenadas estrictamente políticas. Lamentablemente, desde todos los sectores se ha falseado dicho debate político al mezclarlo con cuestiones filosóficas, religiosas, ideológicas, cuando no con situaciones de política interior absolutamente coyunturales. Por tanto, vaya por delante nuestra primera afirmación: la ratificación del TCE es una cuestión política y nada más.
Hegel y la apuesta por Europa
El TCE no sería más que un texto farragoso si se le aísla de las variables de entorno que lo determinan. Eso sería hacer metafísica, considerar que el TCE es el precipitado de alguna esencia inmutable sobre la que hay que decidir desde un plano teórico alejado de la realidad históricamente determinada. Pero no es así. El TCE es el resultado de un proceso dialéctico que se inicia con el Tratado de Roma hace más de medio siglo. Durante décadas, ese proceso ha producido sucesivos saltos cualitativos a medida que la acumulación de Estados miembros, leyes, disposiciones y situaciones políticas novedosas iban generando contradicciones que necesitaban ser superadas.
Así, el Tratado de Roma dio lugar a la Comunidad Económica Europea con seis países iniciales. Después el Tratado de la UE con doce países; continuó el Acta Única y Maastricht con quince miembros que llevó a la Unidad Económica y Monetaria. Posteriormente, los Tratados de Ámsterdam y Niza alumbran la Europa de 25 Estados. Ahora le toca el turno del Tratado de la Constitución Europea con la perspectiva de 28 países a corto plazo. Y el proceso, sin duda alguna, continuará.
Y es que la energía que anima la maquinaria de la unificación europea está lejos de agotarse porque es consecuencia de las condiciones objetivas en las que se desarrolla. La complejidad creciente de las sociedades postindustriales y la situación geopolítica creada tras el hundimiento del bloque soviético imponen nuevas condiciones para la viabilidad de las comunidades políticas. En primer lugar, es evidente que las necesidades del desarrollo técnico y económico han dejado en evidencia la inviabilidad de los pequeños Estados-nación y se hacen necesarias construcciones supranacionales autocentradas, cuyo desarrollo teórico ya fue elaborado hace décadas por el Premio Nobel de Economía Francois Perroux. En segundo lugar, la globalización capitalista y la geopolítica unipolar impuesta por la hegemonía norteamericana tras la caída del Muro de Berlín lleva inexorablemente a agudizar las contradicciones entre las distintas oligarquías económicas por el reparto de la tarta del comercio mundial. Tarde o temprano, el enfrentamiento interimperialista en un mundo multipolar será inevitable. Este es el contexto hegeliano que mueve el proceso de unificación europea. No ser consciente de esto es arriesgarse a no entender nada.
En este proceso, los pueblos europeos nos jugamos el ser o no ser. Así de sencillo. Y esta es la cuestión, apostar por Europa o decidir otro camino. Camino que, dicho sea de paso, nadie es capaz de explicarnos. La razón es sencilla: No hay "otra Europa" que la actual UE, el modelo que se ha afianzado allá donde sus construcciones alternativas y rivales fracasaron, tanto la soviética, fraguada en torno a los ya desaparecidos Comecon y Pacto de Varsovia, como la británica, que apostaba por una mera área de libre comercio en torno a la fallecida EFTA. Cualquier otra Europa que pudiéramos desear sólo puede llegar, si somos realistas, desde la actual UE. Dicho de otra manera, la única alternativa a la UE acreditada por la experiencia es la propia UE, a través de la presión interna que empuja en cada coyuntura a más profundizaciones. Por ello, no hay más europeísmo POLÍTICO consecuente que aquél que favorezca el proceso y eso significa votar a favor del TCE el próximo 20 de febrero.
¿Qué significa el TCE?
Lo más importante del TCE es la consagración de la ciudadanía europea como sujeto que conformará, en el futuro, un auténtico pueblo europeo y, no menos importante, que se otorgue a la UE personalidad jurídica y política propia por encima de los Estados miembros. Quien no vea en esto las primeras etapas de la construcción de un incipiente Estado europeo es posible que no capte la importancia de lo que se decide el 20 de febrero.
Por vez primera en la historia, desde el Tratado de Roma, el diseño de una Europa política va por delante de la económica. En efecto, el aumento de peso del Parlamento Europeo que pasa a colegislar el 95% de los asuntos; la Carta de Derechos Fundamentales que vinculará jurídicamente, no sólo a las instituciones comunitarias, sino también a los Estados; y la iniciativa popular (Art. I-47) por la que un millón de ciudadanos podrán instar a Bruselas a legislar ¿no representan avances significativos?
Cierto que aún el Parlamento no podrá elegir con total libertad al Ejecutivo, pero ese déficit democrático durará hasta que los europeístas acaben con la resistencia de daneses, británicos y estonios. Otro elemento esencial de este Tratado es el que, al menos, mantiene la eficacia en el funcionamiento de la Unión para 25 socios, como consecuencia de la última ampliación. En realidad, ésa fue una de las causas principales que motivó la redacción de un nuevo tratado. Los Tratados de Amsterdam y Niza habían fracasado en diseñar las reformas institucionales necesarias para acoger a una decena nueva de aspirantes y hacían imposible, en la práctica, la toma de decisiones en una Unión de 25 Estados miembros.
El TCE extiende las decisiones por mayoría cualificada hasta el 95% de las materias (y aún serían más de no haber mediado el sabotaje británico), de modo que aleja el peligro del veto continuo. Amplía las posibilidades de establecer "cooperaciones reforzadas" entre quienes deseen avanzar más deprisa y diseña cooperaciones estructuradas para el caso especial de la defensa. La Comisión mantiene el monopolio de la iniciativa en los asuntos donde lo tenía, y su presidente acrecienta competencias. Por otro lado, la nueva figura del ministro de Exteriores tendrá mando en plaza sobre los ministros del ramo, cuantiosos recursos presupuestarios y el apoyo de un cuerpo diplomático común.
Las críticas no justifican el NO
Los partidarios del No a este Tratado se dividen en dos grandes bloques. Los que se oponen a la construcción europea abiertamente y aquellos que, siendo sinceramente europeístas, se sienten decepcionados con el contenido formal del mismo, principalmente en dos asuntos capitales: la defensa y lo social. El problema es que el debate sobre estos ejes también ha sido pervertido con medias verdades, inexactitudes y falsedades.
Inventan, por ejemplo, que la Constitución propugna la subordinación de la defensa a la OTAN. Es una completa falsedad. Existe en el TCE el compromiso de los Estados miembros "a mejorar progresivamente sus capacidades militares" (Art. I-41), entre otras cosas, mediante una Agencia Europea del Armamento, que permita evitar duplicaciones entre los 25 Ejércitos y dedicar recursos a cubrir carencias graves como la de satélites o medios de transporte. Tampoco se entrega a la OTAN el encargo de defender a Europa, sino que se establece que la Unión "respetará" las obligaciones contraídas por los que también sean miembros de la Alianza (Art. I-41), lo que ya figuraba en el Tratado de Amsterdam. Se profundiza en la vía de una defensa estrictamente europea al instituirse una nueva cláusula de solidaridad (todos se obligan a ayudar al Estado que sea objeto de un "agresión armada"), mejor que la del artículo quinto del Tratado de Washington (OTAN) porque se desarrolla automáticamente, sin consultas previas ni unanimidades. Otra cosa es que el avance a una política exterior y de defensa siga rigiéndose por la unanimidad, debido una vez más a la postura británica. Pero hay cláusulas "pasarelas" para reconducirla hacia la mayoría cualificada. Es cuestión de tiempo.
Respecto al tema social, a muchos nos habría gustado llegar más lejos. Pero como ha demostrado Dominique Strauss-Kahn en su Carta abierta a los niños europeos, todo lo que hay en el TCE referido a los temas económicos ya estaba en los anteriores tratados y "lo que añade" el actual "son los objetivos sociales y medioambientales, el principio de igualdad, las referencias a estos termómetros de izquierda que son el desarrollo sostenible o el comercio justo". Nadie puede negar que el nuevo texto establece esos objetivos, solemniza las cumbres sociales y consagra en la Carta los derechos sociales y los servicios públicos. Pero quizás, lo más significativo sea la aparentemente modesta cláusula transversal (Art. III-117) por la que toda nueva ley y toda nueva acción concreta de la UE deberán perseguir el aumento del empleo, la lucha contra la exclusión y un alto nivel de formación. Por supuesto que se puede ser más o menos exigente en la aplicación de esta cláusula, pues el tratado constitucional es un marco global, no un recetario, y todo dependerá de las tendencias ideológicas de las mayorías futuras.
Seamos rigurosos. De prosperar los argumentos contrarios a la ratificación, no habrá una Europa alternativa, sino que se volvería al Tratado de Niza. Además, para mayor sarcasmo, la vuelta a Niza supondría en esencia mantener la parte III del TCE (en su mayoría, compendio de tratados ya en vigor y que tanto critican los partidarios del NO) y eliminar las partes I y II, justamente las dedicadas a los valores, los principios, los objetivos y los derechos. Es decir, los elementos genuinamente nuevos, más políticos y democráticos, que son el verdadero valor añadido de este tratado constitucional.
Para colmo, el NO sólo podría ser rentabilizado políticamente por los llamados euroescépticos y su corriente hegemónica tradicional, el chovinismo antieuropeo, y no por su componente bienintencionada social-federal. Y resulta evidente que es imposible que del antieuropeísmo pueda emanar una Europa alternativa.
En cambio, la ratificación del TCE significará un salto cualitativo en el proceso de construcción hacia una Europa-potencia que necesariamente deberá luchar por su supervivencia frente al imperialismo hegemónico y las potencias emergentes. Y eso significa abrir la Historia a todas las posibilidades imaginables.
Juan A. Aguilar es el portavoz oficial del MSR
El próximo día 20 de febrero los españoles acudirán a refrendar el Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa (TCE). Durante estos meses previos de debate, la principal dificultad ha sido poder centrar la cuestión dentro de coordenadas estrictamente políticas. Lamentablemente, desde todos los sectores se ha falseado dicho debate político al mezclarlo con cuestiones filosóficas, religiosas, ideológicas, cuando no con situaciones de política interior absolutamente coyunturales. Por tanto, vaya por delante nuestra primera afirmación: la ratificación del TCE es una cuestión política y nada más.
Hegel y la apuesta por Europa
El TCE no sería más que un texto farragoso si se le aísla de las variables de entorno que lo determinan. Eso sería hacer metafísica, considerar que el TCE es el precipitado de alguna esencia inmutable sobre la que hay que decidir desde un plano teórico alejado de la realidad históricamente determinada. Pero no es así. El TCE es el resultado de un proceso dialéctico que se inicia con el Tratado de Roma hace más de medio siglo. Durante décadas, ese proceso ha producido sucesivos saltos cualitativos a medida que la acumulación de Estados miembros, leyes, disposiciones y situaciones políticas novedosas iban generando contradicciones que necesitaban ser superadas.
Así, el Tratado de Roma dio lugar a la Comunidad Económica Europea con seis países iniciales. Después el Tratado de la UE con doce países; continuó el Acta Única y Maastricht con quince miembros que llevó a la Unidad Económica y Monetaria. Posteriormente, los Tratados de Ámsterdam y Niza alumbran la Europa de 25 Estados. Ahora le toca el turno del Tratado de la Constitución Europea con la perspectiva de 28 países a corto plazo. Y el proceso, sin duda alguna, continuará.
Y es que la energía que anima la maquinaria de la unificación europea está lejos de agotarse porque es consecuencia de las condiciones objetivas en las que se desarrolla. La complejidad creciente de las sociedades postindustriales y la situación geopolítica creada tras el hundimiento del bloque soviético imponen nuevas condiciones para la viabilidad de las comunidades políticas. En primer lugar, es evidente que las necesidades del desarrollo técnico y económico han dejado en evidencia la inviabilidad de los pequeños Estados-nación y se hacen necesarias construcciones supranacionales autocentradas, cuyo desarrollo teórico ya fue elaborado hace décadas por el Premio Nobel de Economía Francois Perroux. En segundo lugar, la globalización capitalista y la geopolítica unipolar impuesta por la hegemonía norteamericana tras la caída del Muro de Berlín lleva inexorablemente a agudizar las contradicciones entre las distintas oligarquías económicas por el reparto de la tarta del comercio mundial. Tarde o temprano, el enfrentamiento interimperialista en un mundo multipolar será inevitable. Este es el contexto hegeliano que mueve el proceso de unificación europea. No ser consciente de esto es arriesgarse a no entender nada.
En este proceso, los pueblos europeos nos jugamos el ser o no ser. Así de sencillo. Y esta es la cuestión, apostar por Europa o decidir otro camino. Camino que, dicho sea de paso, nadie es capaz de explicarnos. La razón es sencilla: No hay "otra Europa" que la actual UE, el modelo que se ha afianzado allá donde sus construcciones alternativas y rivales fracasaron, tanto la soviética, fraguada en torno a los ya desaparecidos Comecon y Pacto de Varsovia, como la británica, que apostaba por una mera área de libre comercio en torno a la fallecida EFTA. Cualquier otra Europa que pudiéramos desear sólo puede llegar, si somos realistas, desde la actual UE. Dicho de otra manera, la única alternativa a la UE acreditada por la experiencia es la propia UE, a través de la presión interna que empuja en cada coyuntura a más profundizaciones. Por ello, no hay más europeísmo POLÍTICO consecuente que aquél que favorezca el proceso y eso significa votar a favor del TCE el próximo 20 de febrero.
¿Qué significa el TCE?
Lo más importante del TCE es la consagración de la ciudadanía europea como sujeto que conformará, en el futuro, un auténtico pueblo europeo y, no menos importante, que se otorgue a la UE personalidad jurídica y política propia por encima de los Estados miembros. Quien no vea en esto las primeras etapas de la construcción de un incipiente Estado europeo es posible que no capte la importancia de lo que se decide el 20 de febrero.
Por vez primera en la historia, desde el Tratado de Roma, el diseño de una Europa política va por delante de la económica. En efecto, el aumento de peso del Parlamento Europeo que pasa a colegislar el 95% de los asuntos; la Carta de Derechos Fundamentales que vinculará jurídicamente, no sólo a las instituciones comunitarias, sino también a los Estados; y la iniciativa popular (Art. I-47) por la que un millón de ciudadanos podrán instar a Bruselas a legislar ¿no representan avances significativos?
Cierto que aún el Parlamento no podrá elegir con total libertad al Ejecutivo, pero ese déficit democrático durará hasta que los europeístas acaben con la resistencia de daneses, británicos y estonios. Otro elemento esencial de este Tratado es el que, al menos, mantiene la eficacia en el funcionamiento de la Unión para 25 socios, como consecuencia de la última ampliación. En realidad, ésa fue una de las causas principales que motivó la redacción de un nuevo tratado. Los Tratados de Amsterdam y Niza habían fracasado en diseñar las reformas institucionales necesarias para acoger a una decena nueva de aspirantes y hacían imposible, en la práctica, la toma de decisiones en una Unión de 25 Estados miembros.
El TCE extiende las decisiones por mayoría cualificada hasta el 95% de las materias (y aún serían más de no haber mediado el sabotaje británico), de modo que aleja el peligro del veto continuo. Amplía las posibilidades de establecer "cooperaciones reforzadas" entre quienes deseen avanzar más deprisa y diseña cooperaciones estructuradas para el caso especial de la defensa. La Comisión mantiene el monopolio de la iniciativa en los asuntos donde lo tenía, y su presidente acrecienta competencias. Por otro lado, la nueva figura del ministro de Exteriores tendrá mando en plaza sobre los ministros del ramo, cuantiosos recursos presupuestarios y el apoyo de un cuerpo diplomático común.
Las críticas no justifican el NO
Los partidarios del No a este Tratado se dividen en dos grandes bloques. Los que se oponen a la construcción europea abiertamente y aquellos que, siendo sinceramente europeístas, se sienten decepcionados con el contenido formal del mismo, principalmente en dos asuntos capitales: la defensa y lo social. El problema es que el debate sobre estos ejes también ha sido pervertido con medias verdades, inexactitudes y falsedades.
Inventan, por ejemplo, que la Constitución propugna la subordinación de la defensa a la OTAN. Es una completa falsedad. Existe en el TCE el compromiso de los Estados miembros "a mejorar progresivamente sus capacidades militares" (Art. I-41), entre otras cosas, mediante una Agencia Europea del Armamento, que permita evitar duplicaciones entre los 25 Ejércitos y dedicar recursos a cubrir carencias graves como la de satélites o medios de transporte. Tampoco se entrega a la OTAN el encargo de defender a Europa, sino que se establece que la Unión "respetará" las obligaciones contraídas por los que también sean miembros de la Alianza (Art. I-41), lo que ya figuraba en el Tratado de Amsterdam. Se profundiza en la vía de una defensa estrictamente europea al instituirse una nueva cláusula de solidaridad (todos se obligan a ayudar al Estado que sea objeto de un "agresión armada"), mejor que la del artículo quinto del Tratado de Washington (OTAN) porque se desarrolla automáticamente, sin consultas previas ni unanimidades. Otra cosa es que el avance a una política exterior y de defensa siga rigiéndose por la unanimidad, debido una vez más a la postura británica. Pero hay cláusulas "pasarelas" para reconducirla hacia la mayoría cualificada. Es cuestión de tiempo.
Respecto al tema social, a muchos nos habría gustado llegar más lejos. Pero como ha demostrado Dominique Strauss-Kahn en su Carta abierta a los niños europeos, todo lo que hay en el TCE referido a los temas económicos ya estaba en los anteriores tratados y "lo que añade" el actual "son los objetivos sociales y medioambientales, el principio de igualdad, las referencias a estos termómetros de izquierda que son el desarrollo sostenible o el comercio justo". Nadie puede negar que el nuevo texto establece esos objetivos, solemniza las cumbres sociales y consagra en la Carta los derechos sociales y los servicios públicos. Pero quizás, lo más significativo sea la aparentemente modesta cláusula transversal (Art. III-117) por la que toda nueva ley y toda nueva acción concreta de la UE deberán perseguir el aumento del empleo, la lucha contra la exclusión y un alto nivel de formación. Por supuesto que se puede ser más o menos exigente en la aplicación de esta cláusula, pues el tratado constitucional es un marco global, no un recetario, y todo dependerá de las tendencias ideológicas de las mayorías futuras.
Seamos rigurosos. De prosperar los argumentos contrarios a la ratificación, no habrá una Europa alternativa, sino que se volvería al Tratado de Niza. Además, para mayor sarcasmo, la vuelta a Niza supondría en esencia mantener la parte III del TCE (en su mayoría, compendio de tratados ya en vigor y que tanto critican los partidarios del NO) y eliminar las partes I y II, justamente las dedicadas a los valores, los principios, los objetivos y los derechos. Es decir, los elementos genuinamente nuevos, más políticos y democráticos, que son el verdadero valor añadido de este tratado constitucional.
Para colmo, el NO sólo podría ser rentabilizado políticamente por los llamados euroescépticos y su corriente hegemónica tradicional, el chovinismo antieuropeo, y no por su componente bienintencionada social-federal. Y resulta evidente que es imposible que del antieuropeísmo pueda emanar una Europa alternativa.
En cambio, la ratificación del TCE significará un salto cualitativo en el proceso de construcción hacia una Europa-potencia que necesariamente deberá luchar por su supervivencia frente al imperialismo hegemónico y las potencias emergentes. Y eso significa abrir la Historia a todas las posibilidades imaginables.
Juan A. Aguilar es el portavoz oficial del MSR
0 comentarios