Blogia
LND Especial Referéndum Constitución Europea

LA CAJA DE PANDORA (Rafael Ibáñez Hernández)

LA CAJA DE PANDORA (Rafael Ibáñez Hernández) LA CAJA DE PANDORA, ABIERTA

La irresponsabilidad de los dirigentes políticos parece proporcionalmente inversa a su poder, una regla que en absoluto concuerda con el “deber ser”. La historia está llena de ejemplos que corroboran mi aserto, como también —para qué negarlo— de otros que lo desdicen. Pero lo cierto es que en los últimos decenios resulta difícil encontrar grandes hombres entre los dirigentes de las naciones. Algunos nombres están ligados a hechos sin duda trascendentes, pero generalmente las sombras amenazan la memoria de su obra trascendentes (como la independencia de antiguas colonias o los primeros pasos para la construcción de una nueva Europa) o, en el fondo, sólo han recogido los frutos de un árbol caído por otros plantado o aún germinado de manera natural (sería el caso de la reunificación alemana).
La tarea que han asumido los últimos dirigentes de la potencia rusa —desde los estertores de la antigua URSS hasta la construcción de la nueva Rusia— no ha sido desde luego nada fácil, y harto han hecho con mantener su nave a flote aunque sin derrota segura. En cambio, los presidentes norteamericanos no han sido capaces —en una coyuntura sin duda alguna favorable para su Imperio— sino de dar bandazos a diestro y siniestro, como torpes adolescentes incapaces de controlar su propia fuerza, hasta el punto de invadir pequeños países para detener a dirigentes políticos por ellos mismos impuestos cuando han desoído la voz de Washington.
El relativo éxito de operaciones como la mencionada —que significó el derrumbamiento del nacionalismo radical panameño— y la innegable provocación de un nuevo aunque no reciente peligro bajo la forma de integrismo islámico —una infección que ha encontrado su cultivo político ideal en la llaga de Palestina— llevó a los presidentes norteamericanos a una serie de desastres a cada cual peor, camino de una conflagración de todavía incalculables magnitudes. La indefensión del sha de Persia supuso la instauración del primer régimen islámico, espejo en el que otras naciones —cuyos dramas ignoramos por su alejamiento de nuestras coordenadas occidentales, como es el caso de Sudán— han tratado de reflejarse para desgracia de sus súbditos. Reconocido el error al producirse la crisis de la Embajada en Teherán, alentaron las brasas de un conflicto postcolonial que tuvo su primer episodio en la guerra irano-iraquí, dando alas al régimen baasista —que creía de veras en su independencia— para que repitiese la experiencia años más tarde contra los territorios de la monarquía feudal kuwaití. Fue entonces Sadam Hussein reprimido, pero la administración Bush calculó los riesgos y no fue más allá, mientras se mantenían otros anacronismos políticos en la zona, como el poderío saudí, los emiratos y el Yemen unificado (¿alguien recuerda que hubo allí una guerra civil?).
El terrible atentado del 11 de septiembre de 2001 —un episodio más de la misma guerra— llevó a los Estados Unidos a un paroxismo nacionalista sin precedentes. Abierta la veda contra el aparato responsable de aquella masacre, los Estados Unidos ocuparon militarmente Afganistán para derribar un régimen islamista levantado con su ayuda cuando la antigua Unión Soviética hizo lo propio para impedir la radicalización del islamismo en sus repúblicas fronterizas. La supuesta victoria militar, sin embargo, no supuso la consecución ni de los objetivos primarios (la detención de Ben Laden y la destrucción de Al-Qaeda) ni de los secundarios (la instauración en paz de un régimen conforme los democráticos occidentales). Su fracaso es fruto de una mera torpeza, pero la gravedad de sus consecuencias es aún incalculable.
Por si no fuera suficiente el derribo del régimen laico comunista afgano para comprobar el riesgo del islamismo y la práctica imposibilidad de su transformación en regímenes más acordes con los valores occidentales que Estados Unidos dice defender, una sarta de mentiras tan bien manejadas como mal calculadas ha llevado a la ocupación de Iraq. Lo que se presentó como una guerra rápida provocó la desaparición de la tiranía sadamita. Pero, lejos de instaurarse la libertad y la paz, los desórdenes y las guerrillas van adueñándose del país. La soberbia del pequeño Bush le ha cegado y sólo ahora —temeroso de que el desierto se lleve tantas vidas como la selva cochinchina— reclama la intervención internacional.
La Caja de Pandora está abierta y, mientras el conflicto palestino gangrena el Mediterráneo oriental, algunos políticos europeos se afanan por hurgar en la nueva herida. Algunos con muy escaso tacto, como es el caso de “nuestro” Aznar, que se ha visto obligado por la lógica de los sucesos a prescindir de un distintivo para nuestras fuerzas de ocupación en el que destacaba la insignia de Santiago Matamoros, cuya raigambre en la tradición militar española es tan innegable como su inoportunidad. Eso sí: la unidad militar allá destacada recibirá el nombre de Alhucemas en conmemoración de la victoria contra las tropas rifeñas en aquella bahía, nombre que permanecerá ligado a los de Primo de Rivera, Franco o Sanjurjo. Me alegra el reconocimiento tanto como me sorprende. Podían haber escogido Roncesvalles (donde en una hoy extraña alianza combatientes vascones —hispanos, pues— derrotaron las huestes francas que hostigaron a los musulmanes de Zaragoza) o Algeciras (españolización, al parecer, de Al Yaziira); pero no, eligieron una victoria sobre soldados rifeños de fe musulmanas. Y pretenden que los españoles sean recibidos en territorio chiita como libertadores.
Lo dicho: la Caja de Pandora ha caído en manos de unos indocumentados.

Publicado originalmente el 15 de septiembre de 2003.

0 comentarios